El otro día me encontré con alguien a quién tenía muchas ganas de ver. Eran las 3 de la mañana, así que no pensaba separarme de él fuera donde fuese.
Cuatro horas más tarde entraba en un antro de ambiente gay. Pedí una cerveza y me lo tomé como quién comparte un día en el Tibidabo con un amigo.
A parte de un par de faunos con pezuñas incluidas y alguna chica demasiado maquillada, eso parecía un bar cualquiera. A la segunda cerveza seguí a mi amigo escaleras abajo y cuando llegué a la pista aluciné. Ante mí tenía unos dos cientos chicos. A cual más guapo. Quitando los gays calvos, sin camiseta y con un collar, los había con look Apolo 2: patillas, chupa y mirada caída. También tipo anuncio de ropa interior Calvin Klein, suecos perfectos y luego me presentaron a Martín. En realidad no me acuerdo cómo se llamaba, pero le pega ese nombre. Dios, qué guapo. Delgado pero no muy delgado, melena pero no muy larga, interesante y seguro pero no estúpido, divertido y fiestero pero en su sitio, gay pero no amanerado, cínico y a la vez elegante. Ay, Martín.
Estuve enamorada de Martín hasta que apareció su amigo, la viva imagen de un cruce entre padre sirio y madre francesa. Vestido de cualquier manera, con una camiseta roída y cara de sueño. Nuestra historia de amor fue muy intensa por mi parte hasta el momento en que me preguntó, muy serio, si Amélie si, o si Amélie no.
Amélie si pero no.
Fui a por la ¿quinta? cerveza. Alcé la vista desde la barra y contemplé el escenario. Era ciencia ficción. Estaba en un local donde todo eran hombres a cual más atractivo e interesante. Me hubiese ido con cualquiera con los ojos cerrados y eso, ni drogada lo he pensado nunca en un local hetero. Ahí entendí un poco más a la Madre Naturaleza. Si yo tuviera esa impresión cada vez que entrara a una discoteca, saldría cada día y me encapricharía de tres distintos por noche. Me faltarían horas para tantos besos. Me dejaría querer por varios. Me costaría todavía más comprometerme. Que locura, que maravilla. Y que injusto.
Cuatro horas más tarde entraba en un antro de ambiente gay. Pedí una cerveza y me lo tomé como quién comparte un día en el Tibidabo con un amigo.
A parte de un par de faunos con pezuñas incluidas y alguna chica demasiado maquillada, eso parecía un bar cualquiera. A la segunda cerveza seguí a mi amigo escaleras abajo y cuando llegué a la pista aluciné. Ante mí tenía unos dos cientos chicos. A cual más guapo. Quitando los gays calvos, sin camiseta y con un collar, los había con look Apolo 2: patillas, chupa y mirada caída. También tipo anuncio de ropa interior Calvin Klein, suecos perfectos y luego me presentaron a Martín. En realidad no me acuerdo cómo se llamaba, pero le pega ese nombre. Dios, qué guapo. Delgado pero no muy delgado, melena pero no muy larga, interesante y seguro pero no estúpido, divertido y fiestero pero en su sitio, gay pero no amanerado, cínico y a la vez elegante. Ay, Martín.
Estuve enamorada de Martín hasta que apareció su amigo, la viva imagen de un cruce entre padre sirio y madre francesa. Vestido de cualquier manera, con una camiseta roída y cara de sueño. Nuestra historia de amor fue muy intensa por mi parte hasta el momento en que me preguntó, muy serio, si Amélie si, o si Amélie no.
Amélie si pero no.
Fui a por la ¿quinta? cerveza. Alcé la vista desde la barra y contemplé el escenario. Era ciencia ficción. Estaba en un local donde todo eran hombres a cual más atractivo e interesante. Me hubiese ido con cualquiera con los ojos cerrados y eso, ni drogada lo he pensado nunca en un local hetero. Ahí entendí un poco más a la Madre Naturaleza. Si yo tuviera esa impresión cada vez que entrara a una discoteca, saldría cada día y me encapricharía de tres distintos por noche. Me faltarían horas para tantos besos. Me dejaría querer por varios. Me costaría todavía más comprometerme. Que locura, que maravilla. Y que injusto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario